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miércoles, 10 de diciembre de 2008

LITERATURA Y OPINION TAURINA. EL MAESTRO FERNANDO SÀNCHEZ DRAGÓ IRREVERENTE. CULTURA DESDE LA FIESTA BRAVA.

LO QUE LOS VIOLENTOS ANTITAURINOS NO ENTIENDEN...
QUÉ
¡DE LA EXISTENCIA DE LAS CORRIDAS DE TOROS DEPENDE LA DEL TORO DE LIDIA!







DEL TOREO COMO ÉXTASIS.



TOMADO DEL BLOG DE FERNANDO SÀNCHEZ DRAGÓ



En griego de nuestros días «éxtasis» significa «parada de autobús»: allí se detiene el tiempo y los usuarios se suben a un vehículo que los conducirá a un lugar lejano: el del arrobo o estado de conciencia alterada y situada fuera del mundo sensible en el que se sumerge el aficionado cada vez que el torero cita, para, templa, manda, liga y carga la suerte, respetando los cánones y, a la vez, reinventándolos, frente a los pitones de un toro bravo.
Ése es, de todos los momentos y emociones que la vida me ha ofrecido, el que yo prefiero, el más estimulante, el más revelador y embriagador, el más excelso, el que más felicidad me ha dado, el que más me dolerá perder cuando la muerte se me lleve.
«Y yo me iré», decía Juan Ramón, «y se quedarán los pájaros cantando», y José Tomás, o el que lo herede, seguirá toreando al natural, de frente y por derecho con el alma puesta en el punto de la plaza donde otros sólo ponen la muleta y, si acaso, que no es poco, la mirada, la femoral y los testículos.
A nadie quiero convencer de nada. El apostolado, en el toreo, es ocioso. Dirijo sólo este cantar a quienes conmigo van. Las emociones no se explican: se sienten, y quien no sienta en la plaza lo que sentimos los aficionados, jamás lo sentirá ni lo entenderá. Déjenos en lo nuestro, dedíquese a otras cosas.
La tauromaquia es -por encima de cualquier otra definición o comparación posibles, y son muchas las que le cuadran- un sacramento. Vale decir: la manifestación de algo visible que provoca en quien lo ve (y más aún en quien lo genera) un estado de gracia procedente de lo invisible. El torero es un místico que al torear levita, el espectador es un devoto y la faena es un trance.
Echemos mano del catecismo, repasemos -aunque cabría irse a otros ámbitos, pero con éste basta- la lista de los sacramentos que la Iglesia de Roma nos propone.
Bautismo: el torero borra el pecado original -que es el de la cobardía, el de negarse a admitir que toda vida es, por definición, pericolosa y no tiene más horizonte que la muerte- y busca, como lo hizo Teseo al perderse en el laberinto de los lances, los terrenos y los tercios del Minotauro, su propio centro de gravedad. Es la apuesta y la ruta -la tentativa del hombre infinito- del nosce te ipsum (conócete a ti mismo) y del ne te qaesiveris extra (conviértete en quien eres) para no haber vivido en vano.
Confirmación: el novillero es sólo un catecúmeno. Hay que tomar la alternativa y confirmarla después en la basílica del Vaticano de Las Ventas y ante un obispo de Roma -el que la preside- para llegar a ser torero de verdad.
Orden sacerdotal: a partir de ese instante -el de la alternativa y su confirmación- ya no hay vuelta atrás. Se ha cruzado el Rubicón, la suerte está echada, la ceremonia imprime carácter y el torero es ya, y lo es para siempre, del mismo modo que el cura sigue siéndolo aunque ahorque los hábitos, matador, maestro, sumo sacerdote, pontifex maximus, hierofante.
Penitencia: el torero se confiesa -revela su personalidad- en público, y frente al público, y éste lo perdona con el ego te absolvo del silencio, lo premia con los olés y los pañuelos o, cuando a su juicio peca, esto es, cuando conculca los cánones de la doctrina, del Dogma o del devocionario de la tauromaquia, le impone la penitencia del silbido, del abucheo, de la bronca, y le niega -impidiéndoselo- hasta el saludo.
Matrimonio: el torero es ying, mujer, cuando hace el paseíllo y se pavonea, cuando se adorna, cuando embarca al animal en el vuelo -verónica o lo que sea- de su falda, cuando ofrece la taleguilla y abre el compás de sus piernas para que el toro -macho, varón, yang- se encele, acuda al reclamo de la hembra y embista su ingle con el falo de los pitones. Luego, a lo largo de la corrida (¿corrida?), van cambiándose las tornas por contacto, por ósmosis, por empatía, por trasvase, por contagio, por restregón y achuchón, hasta formar -el torero y el toro- volcándose, recibiendo o al encuentro, lo que el latino llamaba «monstruo de las dos espaldas». ¿Tercio de muerte o tercio de cópula? El estoque, erguida verga de curvo bálano, se hunde hasta la cruceta en el hoyo o coño de las agujas, golfo de sombras éste (lo dijo Alberti) que tiene, como el pubis femenino y el símbolo del feminismo, forma de triángulo isósceles.
El torero, tras consumar así el matrimonio, se yergue, jaquetón, y el toro, convertido en esposa desflorada, se derrumba con las patas por alto mientras los ojos se le vidrian al sentir que lo inunda el orgasmo de la muerte. De la herida, por cierto, brota sangre: la del himen.
Y, por último, eucaristía. A las cinco de la tarde (a las siete hoy, pero sigue siendo la hora lorquiana de Ignacio Sánchez Mejías), cuando el sol inicia el declive del crepúsculo y con él se retira la energía de esa metáfora del mundo que es el ruedo, la sangre derramada actúa como savia sabia que mantiene la vida del planeta durante el letargo nocturno. Y así la tauromaquia, transformándose en pascua de resurrección, nos redime como la comunión al feligrés e impide la muerte de la naturaleza y la extinción del ser humano.
Por cierto: la carne del toro -rabo, por lo general (va con segundas… ¡Curiosa felación!)- se come, convertida en Sagrada Forma y acompañada por copiosas libaciones de vino tinto, que parece sangre, altera nuestro estado de conciencia, nos ayuda a encontrar y proclamar la verdad -la veritas del borracho- y, para colmo, como el Grial, se sirve en cáliz. ¿Dije eucaristía?
Embriaguez divina, religión, sacramentalidad, éxtasis… Nadie, en consecuencia, se extrañe si añado ahora que la reaparición de José Tomás el 17 de junio en Barcelona es para la afición algo similar a lo que la parusía -la Segunda Venida- representa para los cristianos. El regreso del Redentor, el retorno del Jedi, la llegada del Reino prometido, la resurrección de la carne y de la idea de España allí donde ésta corre más peligro. ¡Toree luego don José -el Mahdi, Kalki, Maitreya, Quetzalcoátl- en Bilbao, en San Sebastián, en Vitoria, y en Las Ventas como sólo él sabe torear, y el milagro se habrá consumado!
Para terminar, un quite. Encontrábase cierto día José Tomás en el domicilio de Joaquín Sabina, haciendo sobremesa y velada, cuando a uno de los contertulios se le ocurrió lanzar la pregunta de cómo y dónde preferiría morir cada uno de ellos. Fue pasando la vez y la voz, llegó el turno del torero, reflexionó éste, abrió una pausa con orla fúnebre y, recreándose en la suerte, de la respuesta dijo:
-En la plaza.
Ante eso, por mi parte, sólo cabe una reacción. La de exclamar lo mismo que exclamó Dalí cuando, al volver a España tras la guerra se enteró de la muerte de su amigo Federico y, consciente de que aquella estocada asesina era el perfecto remate de la extraordinaria faena compuesta por la vida y obra de Lorca, apostrofó:
-¡Olé!

TOROS Y LA POLITICA

Lo dijo Ortega, lo dijo Pérez de Ayala, lo dijo Marañón, lo dijeron muchos: en España no cabe entender lo que se cuece en el horno de la política si no se mira al trasluz de lo que sucede en el albero de las plazas de toros. «Ruedo ibérico», añadiría Valle-Inclán, en ambos casos.
Así ha sido siempre y siempre será así. Tal era el ritornelo, sapientísimo, que impregnaba el discurso de Sinuhé, el Egipcio, en las páginas de la mejor novela escrita en el siglo 20. Razón llevaban él y sus paisanos.
Lo que el pasado 17 de junio —día de la reaparición de José Tomás— sucedió dentro y fuera de la Monumental de Barcelona, y lo que previamente había sucedido (y venía sucediendo) en las bancadas, covachuelas y poltronas del ayuntamiento de la misma ciudad, corrobora los dos asertos: el concerniente al paralelismo e interdependencia de los toros y la política, y el relativo a la inmutabilidad de la condición humana y el funcionamiento de la sociedad que de ella se deriva.
Voy a hablar hoy aquí sólo de la ocurrencia —liberticida (y, por ello, perversa) e innecesaria (y, por ello, estúpida)— de declarar a Barcelona ciudad antitaurina. Fue sólo una intentona, que no cuajó y se quedó, a la postre, en nada, pero el espíritu de aquel propósito descabellado, que lo era de toro de Miura (y perdónenme los de Izquierda Republicana que recurra, para definirlo, a dos símiles —descabello y Miura— procedentes del ámbito y léxico taurinos), sigue hoy vivo en buena parte del gobierno de la ciudad y del de Cataluña entera.
¿De dónde salen, si no, los muchos millones de euros gastados en vísperas de la reaparición de Tomás por quienes desde las filas, mayormente anglosajonas, del llamado movimiento antitaurino coparon páginas y páginas de la prensa de Barcelona con anuncios de la manifestación que el 17 de junio iba a recorrer, desde las Atarazanas hasta la Monumental, las calles de la ciudad y a poner, como remate, cerco de histeria, amenazas, insultos y rostros desencajados por la maldad hipócritamente buenista y animalista al coso donde el torero iba a exhalar, y vaya si lo hizo, su inconfundible e indefinible soplo?
Dijo Savater por aquellos días —los de la profesión de fe taurófoba decretada manu militari por los ediles del tripartito— que declarar antitaurina una ciudad era chorrada (sorry) tan grotesca y tan mayúscula como la de declarar Sevilla, creo que fue ese el topónimo escogido para el parangón, ciudad antibutifarra a la catalana. O Madrid, añado yo, antichistorra y San Sebastián antimadroños y osos emasculados por las feministas. ¡Qué mundo el nuestro! El español, digo, no el de extramuros, que tampoco anda últimamente, a fuer de satiricón, lucha de civilizaciones y fin de época, mal servido.
¡Bonita forma de entender la democracia! Creer que elegimos gobernantes para que se dediquen a la tarea redentora de cambiar un país hasta que no lo conozca, como dijo el Guerra (no el torero, sino el otro), ni la madre que lo parió es flagrante extralimitación de funciones y, por ello, despotismo sin rebozo, además de dislate manifiesto. Y quien acuñó la frase y la comparanza del parto —me refiero a don Alfonso— no es, precisamente, antitaurino, dicho sea de paso.
Por cierto: me estremece la posibilidad de que mi madre, en vida, no me hubiese reconocido. Me gustaba que me conociese, y a ella que yo lo hiciera. También me gusta conocer —reconocer— el país donde he nacido gracias al mantenimiento de sus usos, costumbres y señas de identidad. No pago a los políticos para despertarme un mal día, mirar a mi alrededor, llevarme un susto y exclamar: «¡Ésta no es mi España, que me la han cambiado!». No, no, la política no está para eso, sino para administrar debidamente una finca heredada proindiviso, vinculada y vinculante.
El dilema entre la democracia liberal —laissez faire, laissez passer— y la liberticida —prohibir, intervenir, orientar, sermonear, multiplicar las leyes y eliminar lo que califican, con una mueca de horror de vacíos legales— viene de antiguo… Del tercer tercio —más símiles taurinos, sin ellos es imposible hablar buen castellano— del siglo XVIII, punto de arranque ése de las dos grandes tradiciones democráticas del mundo occidental: la norteamericana y la francesa.
Los Padres de la Independencia de los Estados Unidos, con el libertario Thomas Jefferson a la cabeza, cargaron todo el peso de las leyes por ellos proclamadas sobre la necesidad de defender los derechos del individuo en cuanto tal, como único gestor legítimo y eficiente de sus no menos legítimos y, por definición y lógica democrática, sacrosantos recursos y decisiones. La función del Estado se limitaba, de iure y de facto, a garantizar el libre ejercicio de esos derechos y a proteger al ciudadano sin inmiscuirse en su vida privada, en su conducta, en sus gustos, en sus costumbres, en sus creencias, en su modo de pensar o en su forma de hablar.
La otra tradición, la francesa, la que condujo desde el principio a la escabechina no sólo de los disientes, sino también de los coincidentes, la que ha imperado e impera en Europa y la que ha conducido a ésta, una y otra vez, al totalitarismo, el bonapartismo, el cesarismo, el jacobinismo, el comunismo y el gulag, el nazismo y los hornos crematorios, los fascismos de derechas y de izquierdas, y las dos peores guerras de la historia, es la que alienta, hoy como ayer, excesos tan nauseabundos, y tan peligrosos por la jurisprudencia que sientan en lo relativo a problemas de mayor enjundia, como el de intentar prohibir que en un determinado núcleo urbano o rural se celebren, por ejemplo, corridas de toros enraizadas en el sentir del pueblo y por éste avaladas.
No es verdad, como aducen los taurófobos, que los taurófilos estemos hoy, por lo que hace al conjunto del país, en minoría y vergonzosa desbandada, pero tampoco sería eso argumento, si así fuera, para meterse en camisas de once varas ni en espectáculos de tres. ¿Acaso la democracia no obliga —es ése, incluso, uno de los aromas más preciosos y apreciados en su tarrito de esencias (otra expresión taurina)— a tomar en consideración, proteger y respetar la opinión y los derechos de las minorías en todos los casos y, de modo muy especial, con mayor ahínco, cuando esas minorías son numéricamente cualificadas y surgen al paso y a impulsos de una ancha y caudalosa tradición? ¿A do van, por ejemplo, los derechos históricos —adquiridos tras largo usufructo— de los aficionados en una ciudad que a sí misma, por ucase de quienes momentáneamente la rigen, se declara antitaurina? ¿O es que van a prevalecer, por la fuerza, los derechos de los animales sobre los de los seres humanos? Eso, amigos, tiene nombre. Se llama Ecología Profunda, y fueron las leyes de limpieza étnica del Tercer Reich quienes la inventaron.
Y ni siquiera, para colmo, hay unanimidad taurofóbica, ni mucho menos, en las filas de los partidos que desean y plantean la proscripción y erradicación de los festejos taurinos. Recuérdese, sin ir más lejos, el rubor que tiñó el rostro de los dirigentes de Herri Batasuna cuando alguien, no recuerdo quién, los citó de frente recordándoles la exitosa carrera como novillero de Ion Idígoras, que alcanzó cierto cartel en las plazas de Vasconia y del resto de España bajo el apodo de El Niño de Arrasate.
El otro día, en la Monumental, había, sobre todo, barceloneses, muchos de ellos catalanistas, de igual modo que en la Semana Grande de Bilbao llenan el coso los de izquierdas y los de derechas, los vasquistas y los españolistas, bilbaínos, eso sí, en su mayor parte, los unos y los otros.
¿Qué es una ciudad sino una comunión de individuos cuyo talante —ya saltó la dichosa palabreja— se va formando al hilo del correr de las generaciones y cristaliza en algo vivo, ponderable y tangible, perceptible, cierto, pero que por poliédrico, difuminado y plural escapa a toda tentativa de adjetivación y definición?
Las ciudades viejas, sin fecha conocida de fundación, y Barcelona no tiene otra que la mítica de Hércules, alcanzan su carácter por lenta sedimentación, y no es fácil que lo muden, en virtud (o vicio) de lo que hagan y deshagan los de arriba, de un día para otro.
Ninguna ciudad —por ser todas coro y asamblea de hombres libres, de gentes soberanas— puede ser taurina o antitaurina, como tampoco puede ser, pongo por caso, agnóstica o creyente. En ella deberán convivir los unos y los otros, los creyentes y los agnósticos, los taurinos y los antitaurinos, los nacionalistas y los españolistas, en medio, por lo general, de un océano de indiferentes a los dos polos de tales y tan forzadas (y forzudas) antinomias.
Vi el otro día, en la manifestación animalista de Barcelona, cuyos organizadores y animadores encarnaban a la perfección la españolísima tacha —que rima con facha, pues fascismo es eso— de despreciar cuanto se ignora, carteles que rezaban: Con mis impuestos, no. ¿Será posible tanta necedad, tanta incultura, tanta demagogia de todo a cien, tan cerril y sordo desprecio de la razón? Ningún gobierno nacional o autonómico, que se sepa, subvenciona o promociona la Fiesta. Sucede más bien lo contrario: es la Fiesta la que suministra alpiste de impuestos, turismo y subasta de cosos a los ayuntamientos.
Si los toros existen es porque hay gente, mucha, que acude a verlos después de pasar por taquilla. Y si esa gente —la afición— dejara de ir, las corridas también dejarían de celebrarse y la tauromaquia moriría en el acto, fulminada, y no a volapié o recibiendo, por arte de valor y estoque, sino de muerte natural. Así de sencillo. Y como a nadie le ponen, ni en Barcelona ni en Pamplona, una pistola en el pecho para que vaya a los toros, la polémica se resuelve sola. Consiéntasenos, pues, a los aficionados celebrar en paz nuestro inmemoriales ritos, y quédense en buena hora los antitaurinos en sus casas, en los divanes del psicoanalista, en los púlpitos y confesionarios o en los lugares que apetezcan para su solaz y sanación.
No sé si me resta espacio para una última consideración entre las muchas que cabría formular. Es ésta: confundir taurinismo con españolismo, y no digamos con francofascismo, equivale a no discernir entre las témporas y el culo. Mucho antes de que Isabel y Fernando casaran sus coronas ya se corrían toros de Creus a Finisterre, de Peña Tú a las columnas de Hércules. Y hay que ser muy ignorante para no saber que en la querella de los taurinos y antitaurinos —no es de hoy, siempre la hubo— fue el pueblo llano quien una y otra vez, sin traicionarla nunca, se colocó al lado de la Fiesta y la respaldó con cañas o con lanzas, cuando fue preciso. La historia de la lidia, desde que existen datos, ha sido siempre, con alguna que otra excepción, aúlica o eclesiástica de escurrida presencia y poco trapío, la de los de abajo contra los de arriba, y no, nunca, ni por asomo, al revés. Si el pueblo no la hubiese hecho suya, hace ya mucho que la Fiesta —rito arcaico, sacramental, sexual, dionisíaco, pánico y mistérico que sobrevive, con bravura, a contrapelo de la modernidad— habría desaparecido.
El toreo nació a caballo y echó pie a tierra, y arraigó en ella, porque, a diferencia del rejoneo, que no es espectáculo taurino, sino circense, era voz del pueblo que exaltaba al villano frente al señor. ¡Más cornadas da el hambre! fue el grito de dolor y de valor que durante muchos siglos —¡en pie los parias de la tierra!— sirvió al toreo y a sus maletillas de banderín de enganche. En los años de la República se celebraban las corridas con idéntico empaque al que hoy las adorna, se desplegaba y lucía la tricolor en palcos, balconcillos, barreras y burladeros, y en 1936, al amartillar sus fusiles los cuatro generales de la canción de Paul Robeson, buena parte de los diestros y casi todas las gentes de sus cuadrillas estaban inscritos en sindicatos de clase.
La izquierda española y también la —por nacionalista— antiespañola tendrán que retocar y afeitar orwellianamente los pitones y atributos de su historia si insisten en el empeño de forjarse un pasado antitaurino. Allá ellas si tal hacen: los cadáveres de sus padres fundadores y de sus antepasados y combatientes darán un respingo en sus tumbas, las abuchearán y gritarán ¡al corral! ¿Memoria histórica, señores? Pues empiecen por dar ejemplo y bébanse un frasco de tan contundente purga.

TOMADO DEL BLOG
Mitos, sueños y tauromagia (I)
GUZMÁN URRERO 14 de diciembre de 2006
Como interlocutor, Sánchez Dragó sabe exactamente a qué puerto desea conducir nuestro diálogo.
Ciñéndome al temario del dossier donde se publicará esta charla, le anuncio que todas mis preguntas han de referirse a los vínculos entre tauromaquia y literatura.
Él asiente y señala una fotografía que cuelga frente a nosotros: el escritor, a pecho descubierto, esquiva a unos cuantos morlacos durante un encierro. Por supuesto, en este caso, es obvia la indicación geográfica y festiva: la Saca, el Monte Valonsadero, los mozos sorianos que siguen corriendo entre toros... Nombres y costumbres que, de palabra, saldrán a relucir a lo largo de la próxima hora.
Aprovecho, no obstante, para interrogarle sobre su última estancia en Japón y, sin evitarlo, también sobre la cretinización de la vida moderna. Se le ve satisfecho, muy cómodo, enfundado en un yukata y rodeado de libros.
La llegada de Naoko, su compañera, me permite intercambiar con Dragó alguna que otra (mínima) confidencia familiar. Con todo, para evitar errores de concepto, la grabadora sólo se pone en marcha cuando empezamos a hablar sobre el asunto prometido.
−Como defensor de la fiesta taurina, ya se ha encargado de delimitar sus posibilidades de supervivencia en más de una ocasión. Pero, en todo caso, más que en su encanto estético y espectacular, usted parece creer en su dimensión arquetípica.
−Sorprende la conservación del toreo, no como un espectáculo meramente folclórico, sino como algo vivo. En cierto sentido, se trata del mayor anacronismo de la historia del mundo. En este momento se mantienen numerosas festividades arqueológicas...
−Por ejemplo…
−Pienso en el Palio de Siena. Pero son fiestas donde la gente se disfraza. Algo muy distinto sucede con los toros, que son letra viva de la sociedad.
−Nos hallaríamos ante un arquetipo, ¿no es cierto?
−Jung decía que cuando un ser humano está delante de un símbolo arquetípico, aunque éste proceda de una tradición religiosa, espiritual o cultural distinta, experimenta una emoción a veces inexplicable. Un ejemplo de las reacciones promovidas por el arquetipo taurino lo hallamos en un medio tan frío como la televisión, donde es muy difícil exaltarse, pues no lo consiente el presentador del programa, ni los focos ni el minutaje. Pues bien, cuando sale a colación el tema de los toros, se desatan las pasiones. Y esto sucede porque nos encontramos, indudablemente, ante un arquetipo.
−Pero no se trataría de un símbolo con alcances universales.
−Vaya por delante que el toro es un arquetipo de los pueblos ibéricos o, todo lo más de los pueblos mediterráneos, o, si nos vamos muy lejos, de los pueblos atlantes. La primera descripción de una corrida de toros está en el Critias y en el Timeo, esos diálogos de Platón donde se nos dice que los diez reyes de la confederación atlante se reunían una vez al año para dirimir los problemas de su alianza. Y el filósofo ateniense, que había recibido estas informaciones vía Solón, a través de los conductos herméticos del Antiguo Egipto, nos dice literalmente que para celebrar este acontecimiento organizaban los atlantes una ceremonia durante la cual el matador, trapo en mano, degollaba a una res luego de capturarla con arreglo al ritual programado. Huelga añadir que, al detallar semejante liturgia, Platón está describiendo, ni más ni menos, una corrida.
−Ya veo. Con todo, me interesa la dimensión moral que usted, como aficionado y estudioso, descubre en esa mitología.
−La fiesta de los toros es una opera aperta en la cual confluyen numerosos motivos esotéricos y no esotéricos del inconsciente colectivo. Por ejemplo, la fiesta reproduce el esquema del laberinto. No en balde Teseo se adentra en el laberinto de Knossos para enfrentarse al Minotauro, un ser que simboliza las pesadillas del subconsciente y, en definitiva, el espíritu del mal. Pues bien, al igual que el recinto donde se atrinchera el Minotauro, también el coso es un laberinto, dividido como está entre la andanada, la grada, los tendidos, la barrera, la contrabarrera, el callejón, los burladeros, el centro. Por ello, en la medida en que el laberinto es un arquetipo de todos los pueblos de la tierra, yo creo que cualquier persona, al margen de su origen ibérico, puede tener acceso a ese mundo mágico de la tauromaquia.
−Simbólicamente hablando, vuelvo a una lectura que también atañe a lo taurino. Me refiero a la que vincula la fiesta con el sexo.
−Muchos toreros se enfadan conmigo cuando yo les digo que una de las grandes explicaciones de la corrida de toros es de carácter erótico. Pues bien, no soy el único en sostener tal argumentación. Ángel Álvarez de Miranda señala que la capa era inicialmente blanca; ésta se fue tiñendo de rojo como reflejo de la costumbre de exponer las sábanas de la reina o la princesa recién casadas para demostrar al pueblo que su matrimonio se había consumado, con lo cual habría descendencia y, por lo tanto, la dinastía tenía asegurada su continuidad.
−Como metáfora es del todo excepcional.
−Sí, desde luego. Es más, cuando el diestro sale a la plaza es yin, mujer. Lleva cinturita estrecha, luce lentejuelas en su atavío, usa zapatos femeninos, y además se contonea, se pavonea, abre la capa. Por el contrario, el toro es yang, es la fuerza viril, el macho por antonomasia. Luego, a lo largo de la corrida, en esta especie de bodas entre el cielo y el infierno, se va consumando una transformación. Al entrar en contacto con la bestia, el torero va convirtiéndose en macho, al tiempo que el toro pierde su fuerza y se vuelve hembra. Cuando llega la hora de la verdad, el diestro ha de introducir un falo -la espada tiene forma fálica- en el hoyo de las agujas, un espacio con forma de triángulo isósceles, el símbolo del sexo femenino desde la noche de los tiempos. Al final, si el falo entra debidamente y alcanza el punto G, el toro cae despatarrado y se rinde. Como sucedía con el esquema laberíntico de la plaza, no hay duda de que esto también es un arquetipo universal, comprensible para cualquier persona.
−Es un fenómeno que sale al encuentro de un espectador predispuesto. Capaz de asumir ese temario simbólico, digamos.
−Resulta muy curioso comprobar cómo en América la fiesta de los toros ha sobrevivido únicamente en aquellos países con fuerte carga indígena, caso de Colombia, Ecuador, Perú, México y Venezuela. En cambio, en el Cono Sur, en países donde el fondo indígena fue prácticamente exterminado y hace siglos que dejó de existir, no hay fiesta de toros.
−¿Y qué explicación encuentra a esta sincronía?
−El inconsciente colectivo de aquellas civilizaciones precolombinas estaba unido, a través de la Atlántida, con el de los pueblos ibéricos. Tras la llegada de los españoles, quedó en evidencia el maridaje entre ambas mitologías.
−Usted conjetura en sus libros más de una prueba al respecto.
−Hay una fiesta increíble, durísima, brutal, celebrada todos los años, el día de Corpus Christi, en Perú. Ese día, en una localidad andina, por la mañana, de forma que la apoteosis de la fiesta coincida con las doce del mediodía, la gente asiste a la plaza para presenciar un singular espectáculo durante el cual se enfrentan un cóndor, animal totémico de los conquistados, y un toro, animal totémico de los conquistadores. Al toro le ha sido desgarrado el lomo hasta dejárselo en carne viva, y al cóndor se le ha cegado y atado al bóvido. El espectáculo consiste en ver cómo el burel intenta desembarazarse del ave rapaz, mientras ésta va rascando, excitada por la sangre, hasta que alcanza el corazón o algún otro órgano vital. Tras el combate, el toro muere siempre.
−Es una imagen formidable. Trágica pero formidable.
−Imagínate. Los asistentes, ataviados como los antiguos incas, emprenden luego una peregrinación, llevando en andas al cóndor hasta un precipicio sagrado. Allí, contra el sol del mediodía, el cóndor es liberado, pero cuando echa a volar, comprende que está ciego y que ya no podrá sobrevivir. En ese instante, se deja caer hasta estrellarse contra las piedras del fondo.
−¿Cómo interpreta este desenlace?
−En clave simbólica, la muerte de ambas criaturas totémicas expresa el nacimiento de esa nueva realidad histórica, política y cultural que llamamos Iberoamérica. Lo cual equivale a una fantástica formulación del mestizaje. Así cobra sentido la evidencia de que cosas de este jaez conforman nuestra estructura psicológica. Y no desaparecerán, pese a la continuada presión de lo laico.

(Esta entrevista fue publicada, con otro formato, en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Recupero su estructura dialogada original)
Copyright © de la fotografía (Sánchez Dragó en el Parque del Retiro): Guzmán Urrero, 2006. Reservados todos los derechos.